Dice la leyenda que el escritor Mark Twain, fallecido en 1910 en Connecticut, dijo que hay tres cosas que podrían hacer libres a los norteamericanos: “la libertad de expresión, la libertad de conciencia y la prudencia de no ejercerlas “.
Efectivamente, la libertad expresión, la libertad de conciencia y la prudencia son tres valores que cotizan alto en el campo de juego de la comunicación, un entramado de relaciones ambivalentes entre políticos, periodistas y comunicadores frecuentemente basadas en el típico binomio “amor -odi “, tan consustancial al género humano.
Unos cincuenta años más tarde, el profesor de la Universidad de Columbia Clyde Miller, identificó siete perversidades especialmente odiosas del discurso político. Son estas: el insulto y difamación del adversario, la explotación de tópicos en beneficio propio, la utilización interesada de los símbolos, las apelaciones al poder divino (“Dios nos bendice”), la falsa modestia ( “yo soy igual que vosotros y también como hamburguesas cada día”), la mentira y la autocompasión interesada ante las propias debilidades (” yo no soy perfecto; vosotros tampoco, ¿verdad? “).
A su vez, el ex director adjunto de El País Francesc Valls, resume así los siete pecados capitales del periodista: la confusión de roles ( “un periodista no es un fiscal”), la soberbia ( “nadie tiene el monopolio de la verdad “), el sensacionalismo, la corrupción, la ignorancia, la frivolidad (” la información se ha banalizado “) y la docilidad ante los poderes públicos y privados, visibles e invisibles.
Seguro que leyendo estas sentencias, y sin necesidad de recurrir a Borgen ni House of Cards, nos vendrán a la mente algunos personajes conocidos. Pero no nos deprimamos: junto a estos defectos hay una legión de políticos, periodistas y comunicadores realmente virtuosos.
Lo malo es que no siempre son tan visibles como los que más gritan. ¿No será culpa nuestra?
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