Algunas veces, cuando me siento cansado de algo, de alguien o de mí mismo y cruzo por delante de una iglesia, suelo entrar a descansar un rato. Los templos católicos -no conozco otros- son lugares especialmente concebidos para eso: el silencio, el descanso, el sosiego. Por lo menos hoy en día. Parece ser que en el pasado también se utilizaban para someter y aterrorizar a la gente. Pero el caso es que, a día de hoy, la liturgia sigue siendo deslumbrante, la arquitectura magnífica y la música, si la hay, cálida y emocionante. ¿Qué más puede desear un honrado agnóstico?
Así que el pasado domingo, fatigado tras una excesiva excursión ciclista, entré en la iglesia de Llivia justo cuando el cura daba su sermón. Precavido como soy, alerté y puse en posición de combate a mis neuronas en cuanto el buen hombre empezó a referirse al célebre caso de la retirada de los crucifijos de las escuelas … públicas.
Me esperaba una sorpresa. De repente, el sacerdote se puso a contar una anécdota, en la que una única escolar del colegio que visitaba admitió saberse santiguar gracias a las enseñanzas de su abuelita.
¿Protestan porque quieren retirar los crucifijos de las escuelas y no enseñan a sus hijos a santiguarse? se preguntó el oficiante. ¿No será que lo que quieren es simplemente mantener símbolos de poder en las paredes de las escuelas? Y eso de predicar desde la tele la excomunión de los que voten afirmativamente la ley del aborto… ¿es la mejor manera de unir y mantener la fe de los creyentes?
Oye, me dije a mí mismo, o es que eso de los curas ha cambiado mucho, o es que resulta que, según cómo y con quién, tampoco tenemos tantas diferencias…
De modo que “em vaig senyar” (me santigüé, en castellano) tal como hace décadas me enseñó mi madre y salí a la calle más contento que unas pascuas.
Lucía un sol radiante.
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